Existe una profunda relación entre el amor y el conocimiento: ¿Cómo podemos enterarnos de todos los detalles de alguien o de algo si no tenemos por eso una estima genuina y real? Si amamos un lugar, queremos explorarlo cada centímetro. Cuando amamos a alguien es seguro, que conocemos de esa persona sus gustos, preferencias, imperfecciones y de allí ganamos en confianza para expresarle nuestras experiencias, actitudes y hasta fallas.
No obstante, ocurren situaciones en los que tememos permitir que otros nos conozcan, porque a su vez, podemos sentir que al revelarle lo que somos, podríamos terminar siendo rechazados.
Pero nosotros pertenecemos a Dios, y podemos saber quién tiene el Espíritu que dice la verdad y quién tiene el espíritu del engaño. El que es de Dios nos hace caso, pero el que no es de Dios nos ignora. Amados hijos míos, debemos amarnos unos a otros, porque el amor viene de Dios. Todo el que ama es hijo de Dios, y conoce a Dios. 1 Juan 4: 6 – 7
Como seres humanos se nos olvida que nuestra vida y entorno en la tierra no es, en lo mas mínimo, parecido a lo celestial y las malas experiencias que vivimos nos hacen llegar a pensar, erróneamente, que abrir nuestro corazón a Dios puede terminar igual que abrirlo a un ser humano pero debemos comprender que junto a Dios en esta relación de amor y conocimiento, existe una gran diferencia: No debemos preocuparnos por nuestras imperfecciones, porque su amor es infinitamente superior al de nosotros. Es más, Él mismo se nos da a conocer. Por medio de las escrituras y de Jesucristo, El Señor nos revela su verdadero carácter y su amor.
El Señor se abre a nosotros como el Padre misericordioso que es. Así nos ama, a pesar de nuestros errores y en ese amor podemos confiarle nuestras fallas sin nada que temer. Por esta razón conocer a Dios es amarlo y amarlo implica en consecuencia conocerlo, a través de su palabra, cumpliendo la misma con fe, día a día.
IZAMAR REYES