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Al atleta y campeón Eric Liddle no le resultó difícil rehusarse a correr un domingo en los Juegos Olímpicos de 1924 porque creía fervientemente que el día del Señor era para adorar y descansar.
Un dilema más profundo se le había presentado un año antes cuando le pidieron que le hablara de su fe en Cristo a un grupo de trabajadores de una mina de carbón.