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Jesucristo soportó el peso de nuestros pecados, experimentó un sufrimiento inimaginable. Su grito fue un grito de amor, un grito que aún se escucha con fuerza, entregó su vida por cada uno de nosotros: “Entonces Jesús exclamó con fuerza: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y al decir esto, expiró.” (Lucas 23:46); un clamor que entrega todo al Padre en total dependencia y obediencia, soportó la muerte, ¡y muerte de cruz!