“…tuvimos valentía en nuestro Dios para anunciaros el evangelio de Dios en medio de grande conflicto.” (1Te_2:2,)

“Estábamos seguros de nosotros mismos en Dios”.
La mayoría de la gente asume que la humildad involucra una forma u otra de servilismo; ese comportamiento acobardado que se inclina de una manera humillante hacia los demás. Y así, cuando se nos encomienda el encargo de “humillarnos ante los ojos del Señor”, tendemos a adoptar una postura un tanto acobardada, suponiendo que esto es lo que el Señor quiere de nosotros.

El Señor quiere que nos acerquemos confiadamente al trono de la Gracia; no como mendigos, sino como hijos e hijas.

No había nada de miedo en Jesucristo en absoluto. No lloriqueó en presencia del Imperio de Pilato, ni se encogió ante la burla de Sus acusadores. Se puso de pie como un hombre de humildad imponente. Y aquellas almas vigorosas que lo siguieron en los primeros años fueron descritas por otros como “hombres que trastornaron el mundo” (Hechos 17:6). No hay nada de humillante en eso.

“La humildad es la seguridad en uno mismo dada por Dios que elimina la necesidad de demostrar a los demás el valor de lo que eres y la rectitud de lo que haces”.

Jesús no tenía los ojos caídos, las mejillas pálidas ni el pecho hundido. Tampoco Pedro, Santiago y Juan; ni Pablo el Apóstol. Nosotros tampoco deberíamos serlo. Más bien, estando seguros de nosotros mismos en Dios, podemos revestirnos de verdadera humildad y así recibir la plenitud de la gracia de Dios para trastornar nuestro mundo hoy.

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