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Nosotros, que hemos ido hacia Dios para salvar nuestra vida, tenemos todos los motivos para agarrar la esperanza prometida con ambas manos y no soltarla nunca. Es un ancla espiritual irrompible, que llega más allá de todas las apariencias hasta la misma presencia de Dios, donde Jesús, corriendo por delante de nosotros, ha tomado su puesto permanente como sumo sacerdote para abogar por nosotros ante el Padre.